jueves, 2 de septiembre de 2010

34. ¿Quién te ha arrancado de mí?


    Don Juan volvía de estar con Catalina en casa de los rusos. Juanito le entregó el telegrama nada más entrar por la puerta de la embajada. Mientras subía a su habitación, lo abrió. Quedó parado en el rellano de la escalera, se agarró al pasamanos, miró desconcertado sin saber qué hacer. Pasaron unos segundos, y descendió con el rostro demudado.
− ¿Qué pasa, tito? − le preguntó Juanito.
    Don Juan no le oía. Sonámbulo, se dirigió hacia el despacho, parecía buscar un lugar para echarse, como un toro herido de muerte. Juanito fue detrás.
− ¿Qué pasa? Dímelo.
    Con voz temblorosa, casi inaudible, sin mirarle a la cara, don Juan exhaló:
− Mi hijo…, mi hijo… Carlos ha muerto.
    Juanito, durante un momento, no supo qué cara poner, ni qué decir. Por fin reaccionó. Al ver que su tío seguía de pie, inmóvil, como rodeado de trampas, fue hacia él y le cogió del brazo para sostenerlo.
− ¿De qué ha sido?
− Tifus…, llevaba una semana malo…
    Don Juan inició con lentitud el camino hacia el despacho; ya dentro, se derrumbó en el sillón del escritorio. Juanito fue detrás de él. Don Juan bajó la cabeza hasta el pecho, comenzó a moverla a un lado y a otro, negando, negando. Juanito se le acercó: “¡Qué desgracia, tito!, ¡qué desgracia!, ¡pobre Carlitos!”. Don Juan levantó la cabeza:
− Anda, déjame solo.
    Juanito salió del despacho murmurando: “¡pobre primo!”
    Don Juan empezó a llorar. Primero las gotas fluían mansas, luego, su cara se rompió en muecas y gemidos, brotando las lágrimas de manera atropellada, hasta humedecerle el bigote y metérsele por la boca. Seguía negando con la cabeza. "No puede ser. No, mi hijo no. De pronto, lejos, sin haberle visto. Yo aquí, él allí, muerto. Se ha muerto sin verme, sin tenerme junto a él". Se levantó de un brinco, quería un barco, anular los mares, estar en Madrid al lado de Carlos, verle por última vez. Volvió al escritorio, sacó una foto de hacía unos tres años. Aparecían sus tres hijos en una barca: Luis y Carmencita, pescando; Carlos, vestido de marinero en medio de sus dos hermanos, agarrado con elegancia al borde de aquel bote de pacotilla. Besó varias veces la imagen de su hijo. “Mi niño, mi niño bueno, ¿quién te ha arrancado de mí?”.Tuvo que guardar la fotografía porque la barca se había convertido en un ataúd y parecía que Carlos miraba a su padre antes de tumbarse en él para siempre.
    Se levantó, salió del despacho, quería refugiarse en su cuarto. En el recibidor, la cocinera, Paco y Juanito hablaban en voz baja. Cuando le vieron salir, fueron hacia él y le dieron el pésame. Don Juan, mudo, estrechó las manos que se le ofrecían. Luego, comenzó a subir las escaleras pesada y torpemente. Juanito, en un par de saltos, alcanzó a su tío.
− ¿Quieres un poco de láudano? – musitó el sobrino, para que no le oyeran abajo.
− Sí… − aceptó don Juan, después de dudar un poco.
    Ya en la puerta del dormitorio, recibió de su sobrino un frasco azul junto a una cucharilla reluciente.
− Tómate una nada más.
    Don Juan entró en la habitación; en lugar de desvestirse, se sentó en su butaquilla y empezó a mecerse. "No me puedo acostar, tengo que velarle. ¿Duerme ahora su madre? No quiero atontarme, ahora no, ahora tengo que estar junto a él… esta noche es suya. Mi primogénito, mi orgullo. Quiero revivirle. Vivo estaba cuando, muy chico, me interrumpía la escritura, pidiendo que le montara sobre mis piernas para garabatear en un papel. Yo le acariciaba pellizcándole debajo de la barbilla. Los desatinos de su media lengua, "cato−cato−catúa", el cuarto de la costura. Si tardaba en ir a comer, ahí lo tenía, firme y risueño, tirándome del brazo, hasta que me llevaba de la mano a sentarme a la mesa. ¡Cómo sufría en mis trifulcas con su madre! Después de las peleas, hallaba el momento para decirme con la mirada: “papá, te quiero, no te vayas a ir”. Y en la edad más turbia, ¡qué clara y despejada para él! Yo empeñándome en el álgebra, él deseando salir a montar en bicicleta: “Ya tienes un hijo sabio, déjame a mí ser normal”. Yo, de joven, un mueble; él, un junco ágil y fuerte, con mi misma cara y un corazón puro. Si me hubiera hecho caso su madre, ya llevaría tres meses aquí, en la habitación de Juanito, aprendiendo inglés, deslumbrando a Catalina con su forma de montar a caballo, derrotando a estos petimetres en el tenis. El blanco lirio convertido en hielo, yo un árbol viejo mutilado de mi mejor renuevo".
    Al final, el cansancio le permitió un sueño ligero sobre la butaca, interrumpido por despertares sobresaltados en los que sentía faltarle la respiración, como si cayera por un precipicio. Al clarear la mañana, tomó el láudano.
    Don Juan fue despertado por Juanito a las cinco de la tarde. Le costó bastante salir del sopor. Se vistió a duras penas y bajó a la cocina; Therèse le había preparado sopa y tortilla francesa. A las seis, mandó una tarjeta a Catalina. Media hora después, ella llamaba a la puerta de la embajada. Le abrió Paco, la hizo pasar al despacho. Cuando la vio, don Juan se levantó del sillón y quedó de pie, con las manos apoyadas en el escritorio, como un reo a la espera de sentencia. Catalina se acercó a él, pero don Juan no hizo ademán de moverse. Seguía aferrado a la mesa, como si temiera que al soltarla pudiera desplomarse. Ella le tomó del brazo, ayudándole a dejar el parapeto. Luego, le condujo hacia el centro de la habitación; le cogió las manos, se las besó...
− No sufras… Nada podemos hacer contra lo inevitable…
    Don Juan balbució un agradecimiento inaudible. Catalina le llevó hacia el sofá; se sentaron los dos en el borde, muy erguidos.
− Él ha muerto, yo no estaba allí…
− No se puede luchar contra el destino. Piensa en que tu hijo vive y que no es desdichado. Yo creo que su alma puede ser convocada, que renacerá.
− Yo sólo creo en la bondad de Dios y en su justicia, pero no la entiendo, no la entiendo... – pronunció “Dios” con ahuecada y solemne vibración, como si resonara en un retablo barroco.
− Los elegidos abandonan antes el ciclo de la vida – reflexionó Catalina.
− Eso no me consuela.
− Tendrá que pasar el tiempo.
− Camino lento y triste. Lo único sería creer en una vida mejor, pero mi fe y mi esperanza...
− ¿Qué edad tenía?
− Dieciséis años. Eso sí me consuela un poco, sólo el camino de ida, alegre, confiado, querido por todos…
    Don Juan le enseñó la fotografía. Catalina la miró tratando de aparentar serenidad, buscando en el rostro de los niños la huella del padre.
− Te quedan dos hijos, piensa en ellos.
− Ahora sólo puedo pensar en Carlos.
    La voz de Catalina iba perdiendo energía por momentos. Cada vez le costaba más esfuerzo articular las palabras. La losa de pena que sentía sobre don Juan comenzaba a afectarle a ella también. Lo tenía cogido de la mano, mirándole con dulce seriedad. Por primera vez, los cimientos se habían movido, las raíces habían hecho temblar el árbol, y no había sido por ella. Don Juan la miraba con ternura, le agradecía el consuelo, pero su energía estaba en otra parte. Catalina sintió frío, como si una nube le impidiera recibir el calor constante del astro. Don Juan continuó desahogándose, sus palabras le llegaban a ella lejanas, dispersas: “el bozo que le apuntaba, los ojos tan hermosos y dulces, los pajarillos, la escopeta…”
    En los días que siguieron, se levantaba tarde, firmaba lo indispensable, comía en su habitación y escribía cartas para contestar a los pésames. La que recibió de su mujer le afectó mucho. Sintió por ella verdadera pena. Allí sola, una semana, noche tras noche, viendo cómo su hijo se iba poco a poco, sin el doctor Benavente, muerto hacía un mes, en quien tenía confianza plena, llamando a cinco médicos distintos, las miradas de miedo de Carlitos, el funeral, todo sobre sus espaldas. Y sin embargo, ahora, ni un reproche ¡Quién iba a decir que Dolores pudiera escribirle una carta así! Imposible parecía que la persona que escribió esa carta, llena de sencillez, discreción y verdadero dolor, fuera la misma que tanto y tanto le había molido, con una persistencia feroz, sin motivo razonable, sin visos siquiera de motivo, y durante catorce años. La naturaleza del corazón humano es un extraño enigma.
    Catalina le visitaba por las tardes y trataba de distraerle. Un día le llevó una edición de La Celestina publicada en Boston en 1789 ; otro, una bufanda de lana blanca para el abrigo de gala. Se aproximaba la Navidad. Catalina había emprendido una actividad frenética, tenía que comprar los regalos para sus hermanos. Don Juan la veía entrar con los ojos brillantes y el gorro de piel cubierto de copos de nieve. Se quitaba el abrigo, iba a la chimenea, se ponía de espaldas para calentarse las manos... Después, se acercaba a don Juan y le besaba en la frente.
    La víspera de nochebuena, fueron a un comedor reservado del hotel Wormley dispuestos a celebrarla por anticipado. Catalina dijo que su madre estaba mejor, que, si seguía así, pensaba incorporarse a la vida social después de Año Nuevo. Eso acabaría con sus encuentros, pero siempre quedaba la embajada. Después de los brindis, Catalina se levantó, fue hacia el perchero y sacó de su abrigo un pequeño paquete. Don Juan lo abrió; era un libro encuadernado en piel. En el lomo, con letras doradas, figuraba el título: “Cuentos y Diálogos”.
− Aquí tienes el fruto de nuestra colaboración, ¿te gusta?
    Don Juan lo hojeó; pudo comprobar de un vistazo que la impresión, los tipos de letra, el papel, eran excelentes.
− Un ejemplar único, editado a petición mía por Roderich.
    Don Juan leyó la dedicatoria: “Cuando me muera, se te aparecerá un espíritu que dirá: Yo soy el alma de una muchacha que murió de curiosidad”.
− ¿Curiosidad?
− Sí, no sé lo que estás pensando...
− ¿No me notas en la cara que paso una velada con una mujer encantadora?
− Las caras nos fueron dadas para ocultar nuestros sentimientos, según Talleyrand.
− Para el oficio de diplomático, no es mala táctica, aunque sólo en el trabajo, y ahora no estoy trabajando.
    Cuando salieron al exterior, la nieve cubría la manta del caballo; el cochero tardó un poco en salir de su refugio. Ya dentro del landó, Catalina cogió las manos de don Juan y comenzó a frotarlas, a echarles aliento, mientras se apretaba contra él.

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