lunes, 16 de agosto de 2010

18. Ópera en el teatro Tacón

 
     Farolillos de papel, tablados con orquestinas criollas, mulatos bailando guarachas y danzones, música por todos los rincones de la plaza. Se oían, a lo lejos, los rugidos acres de los leones. Acampaba un circo en el Paseo de Isabel II. Avanzaban despacio los coches de caballos hacia la puerta del teatro Tacón. La tarde se ponía roja tras los tejados. Por las terrazas de los cafés, imploraban los mendigos; en los veladores, las familias tomaban refrescos contemplando la llegada de la buena sociedad habanera al acontecimiento musical del año: “Norma" de Bellini, cantada por Adelina Patti. Algunos soldados patrullaban en parejas; el Capitán General asistiría al evento.
    Pastorín y don Juan venían conversando con animación, vestidos de frac, blanco el chaleco, la pajarita blanca. Andaban con tal majestuosidad, que cohibían a los mendigos, ni uno se les acercó. Pastorín se inclinó, galante, ante unas damas. Al poco, oyeron cascos de caballos que avanzaban urgentes. Se hizo un pasillo para que pudiera acceder el Capitán General: don Ignacio María del Castillo y Gil de la Torre, laureado de San Fernando, héroe militar en Santo Domingo, sesenta años, aficionado a la lotería, a las peleas de gallos y a los toros. Tras un revoloteo de ayudantes en torno a la portezuela, salió del coche un hombre no muy alto, cabeza grande y hombros macizos. Llevaba el uniforme cuajado de medallas; sostenía el bastón de mando en la mano derecha, mientras con la otra se ajustaba el sable. El cornetín tocó “atentos” y la borrasca musical en la plaza se apagó como si un invisible director de orquesta hubiera abatido los brazos. La banda militar inició la Marcha de Infantes; todos los presentes, incluidos don Juan y Pastorín, se pusieron firmes. Al acabar, en la fracción de segundo inmediata, cuando el silencio era absoluto, se oyó un grito portentoso proveniente de arriba, quizás de un tejado, lanzado con la misma entonación y el mismo caudal de voz con que algunos aficionados se explayan en las plazas de toros: “¡Viva Cuba libre!”. Todas las miradas se volvieron hacia el edificio del que parecía proceder el alarido. Nadie pudo ver nada. Uno reaccionó entre el público y gritó a su vez: “¡Viva España!”. Los soldados se movilizaron dirigiéndose hacia una casa cercana. El Capitán General miró hacia arriba con desprecio y entró muy erguido por el arco principal al vestíbulo del teatro. Pastorín dijo:
− Tiene mérito don Ignacio.
− ¿Por qué?
− Por venir justo hoy. Sabemos que desde Barcelona han llegado unos anarquistas y esa gente tiene la especialidad de actuar en los teatros.
− ¿Y cómo sabe usted eso? − preguntó inquieto don Juan.
− Porque me lo ha contado Pagliari. Éste era el momento peor. Es imposible controlar una plaza llena de gente. Dentro del teatro es distinto. En la entrada hay una vigilancia severa. Se tiene la orden de no dejar pasar a nadie sin invitación.
− ¿No se sabe quiénes son?
− Sabemos que uno es pelirrojo, que llegaron hace una semana; fueron desembarcados en algún lugar cercano a Cárdenas y creemos que cuentan con el apoyo de los rebeldes del interior.
− O sea, que al lado de su excelencia no estaremos muy seguros. Si me lo llega usted a decir antes, igual me hubiera quedado oyendo cantar a Sinda, que es mucho más interesante que Mascagni.
    Entraron en el palco. Desde allí se veía la herradura perfecta de la sala, las filas de lunetas cruzadas por tres calles, el amplio foso orquestal, una araña enorme de cristal en el techo. Podría haber dentro unas dos mil personas: un hervidero de calvas orondas, escotes, melenas y brillantes. Los perfumes subían hacia los palcos impregnando los cortinajes, infiltrándose en las moquetas. El proscenio, hasta las candilejas, estaba cubierto de paño rosa. En el centro, pequeños arriates de pensamientos frescos se alternaban con arbustos recortados en forma de cipreses. Sobre el escenario, surtidores de agua verdadera, un templo, un altar de bronce...
    Llega la cuarta escena. Entra Norma; en su frente una corona de verbena,"armata la mano d'una falce d'oro". Se acerca a la piedra druídica y mira alrededor, como inspirada. Reina el silencio. Extiende los brazos al cielo; "la luna splende in tutta sua luce"; todos se postran.

Casta Diva, che inargenti
Queste sacre antiche piante,
Al noi volgi il bel sembiante,
Senza nube e senza vel!

    Pastorín, un poco aburrido, dejó solo a don Juan, justo cuando Norma maldecía su sino. Faltando poco para el entreacto, se dirigió a paso ligero hacia el ambigú.
    En el descanso, don Juan, seguido por sus dos protectores mallorquines, a los que no había visto hasta entonces, se propuso ir en busca de su compañero. Por el pasillo de los palcos comenzó a bullir la gente; el embajador tuvo que esperar un rato para poder bajar las escaleras. Allí detenido, desde uno de los peldaños superiores, reparó en una cabeza que le era familiar. No podía verle la cara, pero a ese hombre lo conocía. Pasaron unos minutos hasta que lo pudo identificar. Sin duda era Herlizer, acompañado por una dama vestida de rojo. ¿Qué haría el magnate en La Habana? Don Juan se contestó: “Lo mismo que yo, de vacaciones”. Sería un invitado de esa mujer, igual que él lo era de los Gamazo.
    Pastorín le esperaba con cara divertida, un poco achispado por el coñac.
− A propósito, ¿sabe usted quién está aquí? − preguntó don Juan cuando llegó hasta su amigo.
− Cánovas disfrazado de "prima donna" − contestó guasón el marino.
− No es Cánovas, ni va disfrazado. Es Herlizer.
− Ya lo sabía… − masculló Pastorín.
− ¿Por qué no me lo ha dicho antes?
− No debo participarle todas mis cuitas. Está usted de vacaciones.
    Le contó que el magnate llevaba en la Habana varios días. Había venido de pesca en su yate Bucaneer, como otros muchos yankis ricos que disfrutan con el tiburón. Pagliari le vigilaba de manera discreta, aunque tenía órdenes del Capitán General de no molestarlo.
    Poco después, se le acercó a don Juan un ayudante que le transmitió la invitación de don Ignacio María para que fuera a su camarín.
    El gobernador le recibió con afecto. Pidió disculpas por haberle molestado, pero “mi mujer le ha visto solo en el palco y se ha empeñado en que le mande recado”. Don Juan notó en el militar, bajo su amabilidad, una concentración intensa: el ojo izquierdo miraba hacia dentro, torvo, dispuesto a cualquier cosa, como antes de entrar en batalla; el derecho se asomaba al exterior y era capaz de percibir al embajador español en Washington.
− Pastorín me ha dicho que han tenido un buen viaje. Antes de nada, debo agradecerle su esfuerzo por ayudar a la detención de Marrero. Respecto a ese almirante de pacotilla, de acuerdo con los informes de don José, he dado órdenes para que se le busque en Matanzas...
    Don Ignacio se pasó una mano por la frente con gesto de cansancio; abandonó el tono castrense y, de manera más coloquial, continuó:
− He estado, y estoy, tan ocupado con la situación, que no he podido recibirle antes. Me ha dicho don José que está usted con Gamazo. Transmítale a Mercedes mis saludos y los de mi mujer.
    Siguió el intercambio de formalidades, hasta que apareció Herlizer en uno de los palcos cercanos, acompañado de la dama.
− ¿Cómo es posible tanto cinismo en ese hombre? ¿Sabe usted lo que decía en su periódico cuando detuvieron a Marrero? ¿Cómo nos acusaba? − exclamó irritado don Juan.
− Sí, Pastorín me contó el altercado. Pero no es sólo ese caballero. La hermandad la compone más gente. En el lobby “Cuba americana”, el que menos, tiene diez millones de dólares.
− Debemos desenmascarar a ese bandolero − exclamó don Juan con energía, mirando al general con la expresión del político que pide acción expedita al militar.
− No podemos luchar contra todos a la vez: contra los dinamiteros, contra el comité de Nueva York, contra la hermandad… Herlizer y el cónsul Badeau están llevando a cabo gestiones importantes. La Spanish−American Light and Power, de Nueva York, ha amenazado con cortar el gas a las calles de la Habana si la ciudad no le paga en plazo breve los cuatrocientos mil dólares que se le deben desde hace año y medio. Estamos a punto de quedarnos a oscuras. En la situación actual, eso significaría el toque de queda, disturbios, proclamar nuestra debilidad… Pues bien, el cónsul Badeau propuso que Herlizer consiguiera una moratoria de la compañía y un préstamo de la banca Morgan que nos salvaría por el momento. Así que ya verá…
    La orquesta comenzó a ocupar el foso, hacían probaturas los violines, el público se incorporaba a los asientos. Don Juan trató de despedirse para volver a su palco, pero don Ignacio, amable, le retuvo del brazo y le pidió con voz seria:
− Quédese aquí. Tenemos que hablar todavía un poco, en Capitanía va a ser más difícil y ceremonioso.
    El gobernador bajó el tono de voz:
− El hijo de Gamazo es anarquista. Procure no explayarse sobre asuntos delicados en las conversaciones familiares, en especial si él está delante.
− ¿Valentín? ¡Pero si su madre cree que es simpatizante de la independencia!
− Nada de eso. Él y los de sus ideas quieren la independencia, sí, pero la de toda la humanidad. La propiedad, los gobiernos, el orden, les repelen. Hasta ahora no han hecho nada, son un grupo de jóvenes idealistas, con lecturas y ganas de destacar. Han llegado a Cuba, por lo visto, dos catalanes de cuidado. Mi gente me dice que el muchacho se dedica a escribir pasquines y que, con dos amigos más, los suelta por las noches en las puertas de las casas modestas. Creo que Mercedes debe saberlo y mandarle a España una temporada. No quiero encontrarme un día con que lo tengo en un calabozo. Gamazo es un buen hombre, patriota, trabajador,... y somos amigos. Sé que si se entera por mí puede haber violencia. Así que dejo en sus manos informar a la madre.

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